jueves, mayo 23, 2024

Stalin-Beria. 2: Las purgas y el Terror (26): Que no, que no y que no

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Los dos decretos que nadie aprobó
La Constitución más democrática del mundo
El Terror a cámara lenta
La progresiva decepción respecto de Francia e Inglaterra
Stalin y la Guerra Civil Española
Gorky, ese pánfilo
El juicio de Los Dieciséis
Las réplicas del primer terremoto
El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
El calvario de Nikolai Bukharin
Delaciones en masa
La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
Esperando a Hitler desesperadamente
La URSS no soporta a los asesinos de simios
El Gran Proyecto Ruso
El juicio de Los Veintiuno
El problema checoslovaco
Los toros desde la barrera
De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no  

    



A pesar de estos entendimientos, en enero de 1941 Alemania dejó claro que no pensaba prorrogar el acuerdo económico que tenía con la URSS. Fue una pista bien clara de que los alemanes no consideraban que las nuevas fronteras que había trazado la URSS fuesen definitivas; pero Stalin, una vez más, no quiso verlo.

Todavía hubo una acción diplomática más antes de la invasión. Se trató de un tratado de neutralidad firmado con Japón. A finales de marzo de 1940, Yosuke Matsuoka, ministro de Exteriores nipón, llegó a Moscú. Comenzaron unas conversaciones que, inicialmente, no llegaron a nada por la insistencia japonesa en que se les vendiesen las islas Sajalín. Matsuoka, por lo tanto, viajó a Berlín, de donde regresó el 8 de abril. Todo siguió igual hasta la víspera de la marcha definitiva del japonés, cuando recibió instrucciones nuevas de Tokio. En horas, los japoneses retiraron sus blocking concerns, y el tratado de neutralidad se firmó. En dicho documento, Japón aceptaba la integridad territorial de la República Popular de Mongolia, así como de la región de Manchuria.

Quien no estaba nada contento con este pacto, pues se sospechaba pagador del mismo, era China. El embajador chino en Moscú, Sung Fo, había solicitado el 27 de agosto una reunión con el viceministro soviético Solomon Abramovitch Lozovsky. Los chinos, le dijo, estaban preocupados por los rumores de un pacto de no agresión soviético-japonés, así como de algún tipo de acuerdo entre Japón y Reino Unido.

Stalin no era tonto. Sabía bien que en la guerra de Mongolia, una guerra de la que se habla muy poco pero que, ella solita, implicó a un millón de combatientes, los japoneses habían aprendido que el hueso siberiano era duro de roer. Y, además, sabía que la prioridad en Tokio era poder desplegar el llamado Plan Tanaka, es decir, la dominación del Pacífico. El secretario general les dio a los japoneses, con los que nunca se había entendido bien, lo que realmente querían, es decir: manos libres para llevar a cabo estos planes, seguros de que no serían atacados por los soviéticos. Hay que recordar, en este punto, que todavía en la reunión de Yalta una de las prioridades de Roosevelt, a cambio de la cual entregó el oro y el moro, fue arrancarle a Stalin la promesa de declararle la guerra a Japón.

Stalin quiso demostrar la importancia de aquel acuerdo personándose inusitadamente en la estación de tren para despedir personalmente a Matsuoka.

El movimiento diplomático respecto de Japón tenía el mismo objetivo que otros anteriores de Stalin: retrasar la agresión alemana. En 1940, Stalin daba por seguro que habría guerra, pero seguía empeñándose en creer que no sería inminente. Su movimiento, sin embargo, tuvo la consecuencia realmente contraria pues Alemania, detectando su intención, no hizo otra cosa que acelerar los preparativos para invadir la URSS. Desde inicios de 1941, los aviones alemanes comenzaron a violar el espacio aéreo soviético casi cada día.

Cuando Mussolini se dio cuenta de que no podría por sí solo invadir los Balcanes y acordó con Hitler colocarse bajo el mando del Ejército alemán, Hitler comenzó a concentrar tropas con la intención decidida de invadir Grecia y Yugoslavia. El último de estos Estados respondió tratando de alcanzar un acuerdo de amistad con la URSS. Stalin, que ya había advertido a Hitler de que no quería jueguecitos en los Balcanes orientales porque estaban demasiado cerca de sus balcones, firmó el pacto el 5 de abril de 1941. Como sabemos, Hitler decidió hacer como que aquel pacto se la sudaba (y es que se la sudaba), y procedió a invadir Yugoslavia.

El primer aniversario de la firma del pacto nazi-soviético fue bien distinto en ambas partes. Los soviéticos lo celebraron en la Prensa a lo bestia. Los alemanes reaccionaron como si no se acordasen. Además, el 27 de septiembre Berlín firmó el pacto tripartito con Italia y Japón.

En esas horas tan comprometidas, Stalin no hizo sino tomar una decisión errónea detrás de otra. Cometió más errores que un fiscal general del Estado español en un examen de Ética. Todas las órdenes estratégicas que le dio a su Estado Mayor eran elaborar planes dirigidos a conservar la integridad del territorio soviético, incluyendo los amplios territorios que había incorporado recientemente, como los países bálticos o Moldavia. Consecuentemente, nunca puso atención en planificar escenarios de agresión de un tercero, que fue lo que finalmente ocurrió, porque Stalin, la verdad, siempre se creyó más inteligente que Hitler.

Stalin nunca quiso considerar en profundidad una estrategia de defensa. En la primavera de 1942, siguiendo esta falta de estrategia más que estrategia en sí, tomó la peor decisión de su vida. Ordenó que una línea de 1.200 kilómetros de fortificaciones, que se extendía entre los mares Báltico y Negro, que había sido construida en los años 30 con un alto coste de kopeks y vidas, fuese parcialmente desmantelada y abandonada, puesto que, se dijo, se construiría una nueva línea más al oeste (siempre la obsesión de proteger el territorio conseguido). Pero, claro, esta nueva línea hubiera tomado años para ser construida, así que, como idea, desmantelar una para comenzar otra era como el que asó la manteca.

En lugar de permanecer en la línea rusa, donde incluso moralmente el Ejército Rojo se había defendido mejor, Stalin se dejó llevar por el miedo a que le quitasen sus nuevos juguetitos al oeste. Movió la mayoría de sus 170 divisiones hacia posiciones cercanas a las nuevas fronteras de la URSS. Allí dejó, entre otras cosas, 25.000 vagones repletos de munición, el 30% de todas las balas que tenía el Ejército Rojo y la mitad de las reservas de carburante. Todas ellas serían capturadas por los alemanes. De hecho, en los meses anteriores a la invasión, diversas tropas de reconocimiento alemanas fueron autorizadas a entrar en la URSS, y se permitieron hasta 324 intrusiones aéreas de reconocimiento.

Además de todo esto, el 14 de junio Stalin se desmintió a sí mismo con una nota de prensa. El 1 de agosto anterior, Molotov había citado a su jefe ante el Soviet Supremo al afirmar que “todo el pueblo soviético debe estar alerta ante la posibilidad de una invasión”. Menos de un año después, sin embargo, y casi en las vísperas de esa invasión, Stalin la negó oficialmente, asegurándole a los ciudadanos soviéticos que todo era un bulo. Fango, camaradas; todo fango. La gente, claro, se relajó, justo en el momento en que hubiera debido estar a la que saltase; el 22 de junio, domingo, fue un día de picnics y polladas campestres en muchos rincones de un país que estaba a punto de ser invadido por 142 divisiones alemanas. Algunos historiadores, como Dimitri Antonovitch Volkogonov, que algo podría saber del tema (fue uno de los hombres de la perestroika, y él mismo alto cargo militar) han especulado con que esa declaración pública de Stalin fuese un intento final por abrir algún tipo de conversación con Hitler que retrasase la invasión a agosto, cuando la cercanía del otoño pudiera convencer a los alemanes de no avanzar. Sea como sea, sabemos que el 15 de junio Stalin seguía diciéndole a quien le escuchaba que la guerra era improbable, cuando menos hasta la primavera del 42 (lo cual cuadra con el esquema de Volkogonov).

En los últimos meses antes de la guerra, Stalin estaba convencido de que ésta no llegaría por lo menos en tres años. Contra esa impresión, recibió diversos informes de inteligencia, que le hablaban de un ataque inmediato. Londres y Washington no fueron ajenos a esos avisos. Stalin prefirió seguir creyendo que los británicos trataban de implicarlo en una guerra contra Alemania. El 14 de junio de 1941 ordenó que la agencia Tass publicase el despacho desmintiendo la presencia de tropas alemanas en la frontera con la URSS. Esta nota desorientó gravemente a mucha gente en la URSS, especialmente a los jefes militares de los puestos fronterizos que, por decirlo coloquialmente, se relajaron en exceso. Los soldados comenzaron a no dormir en sus puestos sino en domicilios, y a desvestirse para meterse en la cama.

El gran error de Stalin, en todo caso, fue firmar el 28 de septiembre de 1939 el acuerdo de fronteras y amistad con Hitler. El tratado de no agresión de algunas semanas antes tenía fuertes elementos de justificación. Para los comunistas, y ahí están las acciones de la Komintern para demostrarlo, el fascismo y el nazismo eran lo peor. Acordar no agredirse con un Estado nazi tenía su lógica pragmática; pero un tratado de amistad y cooperación ya era otra cosa. Da la sensación de que, en todo este proceso que culmina, no en agosto, sino en septiembre de 1939, Hitler fue siempre dos o tres pasos por delante de Stalin; y que Stalin nunca comprendió bien las ideas de los nazis sobre la necesaria expansión de su territorio hacia el este.

Justo antes de la segunda guerra mundial, la sociedad soviética era una sociedad que había aprendido a admirar a sus militares. La campaña de Mongolia, la guerra civil española y la guerra contra los finlandeses había creado la figura del héroe de guerra; y hacer el servicio militar se había convertido en una actividad honorable y proveedora de fama.

La guerra contra Finlandia, sin embargo, cambió muchas cosas. Aunque en la URSS fue vendida como una victoria, a nadie se le escapaba que cuatro meses para someter a un ejército tan pequeño decía muy poco de la efectividad de la armada soviética. Stalin percibió enseguida la necesidad de darle a la gente un responsable de todo ello; y ese responsable fue Voroshilov.

Recordaréis que, en realidad, alguno de los conspiradores del juicio contra la cúpula militar llegó a confesar que, si bien no eran unos golpistas, lo que sí habían intentado era conseguir el cese de Voroshilov al frente del Ejército Rojo porque lo consideraban incapaz. Paradójicamente, Stalin, que fusiló a aquellos generales, ahora les dio la razón. En mayo de 1940, Voroshilov fue cesado como comisario de Defensa, aunque lo hicieron viceprimer ministro y presidente del Comité de Defensa. Su plaza como comisario de Defensa, para suerte del ejército soviético, fue ocupada por un militar mucho más capaz: Semion Kostantinovitch Timoshenko, quien fue, además, ascendido a mariscal. Lo primero que hizo Timoshenko, en una demostración de cómo habían cambiado los tiempos o, mejor, de lo pragmático que se había vuelto Stalin, fue hacer caso del traidor Tukhachevsky: un decreto avalado por el Sovnarkom, de 6 de junio de 1940, creó un cuerpo de ejército mecanizado, con dos divisiones de carros de combate y una división mecanizada. Seis meses antes, la administración de carros de combate había sido desmantelada. Dos veteranos de la guerra civil española: Dimitri Grigorievitch Pavlov y Grigori Ivanovitch Kulikov, fueron, al parecer, los dos factótum que lograron abrir la lata del apoyo de Stalin a estas ideas tan modernas.

A finales de los años treinta, Stalin, honda y lógicamente preocupado por la situación del Ejército y la Marina, creó una comisión para estudiar dicha situación, al frente de la cual colocó a Zhdanov y a Nikolai Alexeyevitch Voznesensky. La comisión concluyó, básicamente, que el ejército soviético no estaba preparado para la guerra moderna, y que presentaba una excesiva densidad de oficiales que eran poco menos que becarios. Algo lógico, después de casi 37.000 oficiales purgados en el Ejército y 3.000 en la Marina, lo que incluyó la desaparición física de todos los comandantes de distrito (y la casi totalidad de sus equipos), así como el 90% de los jefes de Estado Mayor y, de nuevo, sus subordinados directos. A principios de 1941, sólo el 7% de la oficialidad soviética había cursado estudios militares superiores. Un 12% carecía por completo de formación militar. Tres cuartas partes de la oficialidad había estado en su puesto en 1941 menos de un año.

Adolf Hitler encargó a sus servicios de inteligencia un informe especial sobre el estado del Ejército rojo. Lo recibió unos seis meses antes de comenzar la guerra. El informe, hecho básicamente por el agregado militar en Moscú Hans Krebs (uno de los hombres que terminarían en el búnker de Berlín con Hitler, y que se suicidó allí dos días después que él), concluía que el ejército soviético era muy débil. Y no se equivocaba. El general Georgi Kostantinovitch Zhukov recordaría que algunos meses antes de la invasión participó en un ejercicio militar en el que él “hizo” de alemán, mientras Pavlov se defendía. Zhukov escogió para avanzar prácticamente los mismos hitos que elegirían los alemanes, y tardó apenas ocho días en penetrar significativamente dentro del territorio soviético. Esto provocó un informe suyo, en enero de 1941, sobre la situación deficiente de las líneas de defensa soviéticas, que él sugería fuesen retrasadas 100 kilómetros. Stalin, a pesar de que la propuesta venía a desmentir una instrucción suya, quedó tan impresionado por el informe que le hizo jefe de Estado Mayor.

Timoshenko invirtió el año 1940 en visitar todos los distritos militares occidentales, poniendo unidades en alerta y ordenando cursos y otras acciones de formación y perfeccionamiento. Quedó asustado de las faltas que encontró.

Para entonces, cierto es, Stalin había comprendido la necesidad de ampliar y mejorar las capacidades del Ejército rojo. Pero todos estos esfuerzos los diseñó bajo la premisa errónea de que Hitler no atacaría en su frente oriental, porque quedaría enfangado en los bosques belgas y franceses. El secretario general del PCUS seguía considerando que él mecía la cuna; que, por lo tanto, mientras no cometiese un error y provocase a los alemanes, éstos no atacarían. Viacheslav Molotov fue un gran apoyo para esta idea pues, tras su viaje a Berlín en noviembre de 1940, regresó aseverando que los alemanes nunca atacarían a la URSS.

La XVIII Conferencia del Partido, que se desarrolló en febrero de 1941, prácticamente no habló de otra cosa que de temas de defensa. Se propuso el incremento de la producción industrial de un 18% mientras, al mismo tiempo, la industria civil era convertida en industria de guerra. El presupuesto de Defensa, que había sido de aproximadamente el 5,5% del total en años anteriores, se disparó en aquél al 43%. Un viejo conocido del equipo de Stalin, Mekhlis, fue encargado de galvanizar a los cuadros del Partido para que hiciesen un sobreesfuerzo. De hecho, en la Conferencia hubo un auténtico genocidio de candidatos a diversos puestos de altura en el Partido, por considerar que no habían hecho bien su trabajo. Los ministros Kaganovitch, Denisov, I. P. Sergeev, Zosima Shashkov, A. A. Ishkov y V. V. Bogatyrev fueron oficialmente advertidos de que o se ponían las pilas o la iban a cagar. La mayoría de los puestos vacantes fueron ocupados por militares como Zhukov, Ivan Vladimirovitch Tyulenev, Milhail Petrovitch Kirponosov (o Kirponos), Iván Stepanovitch Yumashev o Iosif Rodionovitch Apanasenko. En mayo de 1941, para coordinar esfuerzos, Stalin fue nombrado, además de secretario general, presidente del Sovnarkom.

Stalin era informado diariamente de cuántos aviones y carros de combate se habían producido. Sin embargo, no era sólo una cuestión de número. No pocas de estas unidades tenían defectos que, por ejemplo, multiplicaron los accidentes de aeronaves. Milhail Ilitch Koshkin, Alexander Alexandrovitch Morozov y Nikolai Kucherenko diseñaron el T34 en muy poco tiempo, pero la producción iba muy lenta. Asimismo, los misiles habían sido desarrollados antes de comenzar la guerra; pero la producción de la Katyusha no comenzó de verdad hasta bien entrada la guerra.

Inmediatamente después de firmado el pacto de no agresión con Alemania, el Estado Mayor soviético recibió la orden de Stalin de preparar un plan general. Bajo la dirección Shaposhnikov, el plan fue básicamente elaborado por el futuro mariscal Alexander Milhailovitch Vasilievsky. Vasilievsky partió de la idea de que la URSS debía prepararse para poder luchar en dos frentes. Suponía que los alemanes atacarían por los frentes oeste y noroeste, por lo que el Ejército rojo debería concentrar lo mejor de sus tropas ahí. El Ministerio de Defensa, sin embargo, no tuvo en cuenta este plan, que criticó por haber, en su opinión, minusvalorado la capacidad del Ejército Rojo de dañar a sus enemigos.

En agosto de 1940, un nuevo plan, ya revisado, estaba listo. Esta vez, el padre fundamental era Kiril Afanasievitch Meretsov (que apenas tenía 44 años) y Vasilievsky, que volvía sobre la idea de la concentración en el frente oeste. El 5 de octubre, el plan le fue enviado a Stalin. Tras escuchar y darse unos paseos, dictaminó: “No entiendo la insistencia del Estado Mayor en concentrar las fuerzas en el oeste. Dicen que Hitler se concentrará en enviar su principal fuerza de ataque hacia Moscú por la ruta más corta. Sin embargo, yo pienso que lo más importante para los alemanes es el grano de Ucrania y el carbón del Donbás. Ahora que Hitler se ha establecido en los Balcanes, lo más probable es que su ataque llegue del suroeste. Quiero que el Estado Mayor piense en esto y prepare un nuevo plan en diez días”.

Puntualmente, el 14 de octubre, Stalin tenía un nuevo plan. Obviamente, todo había cambiado: Hitler atacaría por el lecho prostático de la URSS. Para entonces, la inteligencia soviética tenía informes ciertérrimos de que las principales divisiones de tanques alemanes estaban orientadas hacia Smolensk y Moscú; pero nadie tuvo el cuajo de decirle al secretario general que estaba haciendo el gilipollas. De todas formas, el Estado Mayor fue colonizado por los hombres que Stalin quería: Timoshenko, Zhukov y Nikolai Fiodorivitch Vatutin (mano derecha de Zhukov). Tras la aprobación del nuevo plan, Zhukov fue nombrado nuevo jefe de Estado Mayor. En seis meses previos a la guerra más importante de su Historia, la URSS se había permitido el lujo de tener tres jefes de Estado Mayor (Shaposhnikov, Meretsov y Zhukov).

Lo que más temía Zhukov era el first strike alemán. Por eso, con fecha 15 de mayo de 1941, y tras discutirlo con Timoshenko, le envió una nota a Stalin en la que le sugería que fuesen los soviéticos los primeros en atacar. Como nosotros sabemos, apenas quedaban cinco semanas para la invasión, y la propuesta de Zhukov pretendía cambiarlo todo. No existen pruebas de la reacción de Stalin. Lo que sí sabemos es que a principios de junio el secretario general ordenó el reforzamiento de los destacamentos en el suroeste con 25 divisiones más. Desde abril de aquel año la inteligencia soviética había informado de que la invasión estaba decidida y ocurriría pronto. Esos mismos informes hablaban de que el plan alemán era un ataque sorpresa por Ucrania, con avance inmediato hacia el este. Sin embargo, eso era lo que los alemanes le habían querido filtrar a los soviéticos para confundirlos.

A principios de mayo de 1941, dos comunistas austriacos recalaron en Moscú. Relataron los fuertes preparativos militares que se estaban llevando a cabo en Alemania en el frente oeste. La información le llegó a Stalin a través de Dimitrov, el comunista búlgaro; pero Stalin le contestó non ti preocupare. Sí, le escribió a Hitler una carta confidencial un tanto preocupadillo; pero, como sabemos, el alemán le contestó que las tropas estaban allí para huir de las bombas aliadas. Una directiva del Ministerio de Defensa que lleva fecha de 17 de mayo de 1941, firmada por Zhukov y Timoshenko, hace cero referencias a las concentraciones de tanques en Polonia. Para entonces, del sector de Kiev habían llegado informes ya sobre concentraciones de tanques alemanes en la frontera. Pero las tropas del frente oeste nunca se pusieron en alerta. Stalin seguía preocupado con provocar a Hitler.

El 19 de mayo de 1941, el embajador Schelenburg invitó a comer a Vladimir Georgievitch Dekanozov, que se marchaba a Berlín a ocupar la embajada soviética. Durante esa comida, el alemán se volvió al soviético, y le dijo: “Señor embajador, puede que esto no tenga precedente en la Historia de la diplomacia, puesto que estoy a punto de revelarle un secreto de Estado de la mayor importancia: dígale al señor Molotov, y él, espero, informará al señor Stalin, que Hitler ha tomado la decisión de comenzar una guerra con la URSS el 22 de junio. ¿Por qué, podría usted preguntar, se lo cuento? Yo me crie en el espíritu de Bismarck, y él siempre estuvo en contra de la guerra contra Rusia”.

La comida terminó en ese mismo punto. Dekanozov salió echando leches y cogió un Uber (bueno, un Uberitch) para irse a ver a Molotov. Más tarde en aquel mismo día, Stalin le refirió el mensaje de Schelenburg al Politburo, con la apostilla: “esto demuestra que la desinformación ha alcanzado los niveles de embajador”. Si es que ty dolzhen trakhatsya.

Más. Poco antes de la invasión, el general Milhail Petrovitch Kirponos, jefe del Distrito Militar Especial de Kiev, informó a Stalin de que los alemanes estaban preparando un ataque en corto plazo, y propuso que se organizase una defensa mediante la evacuación de 300.000 personas de las áreas fronterizas, así como la organización de puntos fuertes, establecimientos antitanque, esas movidas. La respuesta de Moscú fue que eso sería una provocación. El día 13, según Poskrebyshev, el almirante Nikolai Gerasimovitch Kuznetsov, el comisario de fuerzas navales, visitó a Stalin. Informó a su jefe supremo de que los alemanes habían sacado todos sus barcos de los puertos soviéticos y solicitado permiso para que todos los barcos soviéticos en puertos alemanes los abandonasen. Stalin contestó: “¿Es que es posible que un almirante no haya leído el despacho de hoy de la agencia Tass, refutando los rumores de un ataque alemán sobre la Unión Soviética? Tupoy i prirozhdennyy garderob.

A principios del verano de 1941, Stalin aprobó la licenciatura de un número importante de cadetes. Asimismo, y tras mucho dudarlo, ordenó la llamada de 800.000 reservistas, tratando de fortalecer 21 divisiones situadas en los distritos fronterizos. Esto, sin embargo, se hizo sólo dos o tres semanas antes del ataque.

El 19 de junio, las tropas recibieron orden de comenzar a camuflar aeródromos, depósitos de combustible y otras infraestructuras, y a dispersar en lo posible los aviones. Stalin dio esas órdenes arrastrando el escroto y, en realidad, muy tarde, pues entonces todavía su prioridad era no provocar a Hitler. Normalmente, no aprobaba sus propias órdenes hasta haberlas estudiado dos o tres veces.

En la noche del 20 al 21 de junio, desde el frente oeste se informó de que los alemanes estaban cortando el alambre de espino en varias zonas, y que los aviones estaban tomando el espacio aéreo soviético poco menos que como suyo. Pocos días antes de la guerra el general Kirponos, que comandaba el sector de Kiev, reportó la llegada de diversos desertores alemanes. Venían diciendo que los alemanes atacarían en horas. Timoshenko telefoneó a Stalin, quien, tras una pausa, le dijo que se presentase en el Kremlin con Zhukov y Vatutin. Cuando llegaron, todo el Politburo estaba allí. Stalin preguntó qué pasaba. Tras un silencio, Timoshenko dijo: “debemos ordenar a todas las tropas fronterizas para que se coloquen en máxima alerta de combate”. Stalin se volvió hacia Zhukov, y le conminó: “¡Lea esto!” Era el borrador de una orden de Estado Mayor llamando a una acción inmediata destinada a repeler al enemigo. Y, acto seguido, habló para sus interlocutores, y para la Historia:

Sería prematuro lanzar esta orden ahora. Podría ser posible todavía arreglar la situación por medios pacíficos. Debemos emitir una orden corta estableciendo que podría producirse un ataque instado por acciones alemanas. Las unidades fronterizas deben abstenerse de ser provocadas y colocadas en una situación que pueda provocar dificultades.

El Politburo se dispersó a las 3 de la mañana.


Y aquí termina la segunda parte de la serie Stalin-Beria. Todavía te queda aguantar la 3, es decir, la guerra y el fin (cuando menos para Stalin; y también para Beria). Pero tranquilo, que mañana cambiamos de tercio. 

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